Desde hace poco más de las cinco de la madrugada, hora UT, ya ES primavera, aunque los campos de cereal no lo dicen. Lo dice este Cercis siliquastrum, que he fotografiado en un plano corto, para que no se vea que necesita cuidados. En lenguaje vulgar se le conoce como árbol del amor, a pesar de que otros también le dicen algarrobo loco [algarrobo puede ser por la familia fabácea a la que pertenece, y lo de loco podría ser por lo del amor, pero me resulta demasiado rebuscado]. Lo que no me gusta es que se le diga árbol de Judas, (el enlace lleva a la catedral de Autun, en la Borgoña), porque me recuerda los muchos judas con que uno se encuentra por la vida. Su recuerdo no merece este árbol tan bello, a pesar de ser algo efímero en su flor, y desde luego con poco cuerpo para sostener a un judas cualquiera ahorcado. Prefiero a los expertos que dicen árbol de Judea, explicando así su procedencia y su fácil implantación por todo el arco mediterráneo. En cualquier caso el nombre científico, que procede del griego, dice que es un árbol parecido al algarrobo. De paso diré que Autun merece una peregrinación, así como al vecino restaurante, en Chagny, La maison Lamelois, donde el cocinero Éric Pras justifica una visita con calma.
Para mi la primavera culinaria me trae a la mente los trasparentes bisaltos, las dulces habas, con y sin calzón, los aromáticos espárragos, las alcachofas, a poder ser imberbes por dentro, las lágrimas gordas de finos guisantes, y para que la cosa no quede como una proclama vegetarianista, deseo con toda mi alma un cordero de abril, o de mayo, como dice Juan Altamiras, cosa que tengo bastante difícil, a no ser que un amigo a quien ahora no quiero nombrar se apiade de mí. Porque tengo fijado en mi memoria el que hace muy poco he degustado en el restaurante Carré des feuillantes de la mano del mismo Alain Dutournier, un landés en el aristocrático París, que hace que le lleven los corderitos del otro lado de nuestro Pirineo.
Agneau de lait des Pyrénées,
cressson et potimarron
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Hablando de vegetarianismo, y al archivar documentos paellísticos, me vino a la mano un artículo de doña Emilia Pardo Bazán, en el que la escritora tercia de manera favorable en torno a la cocina vegetariana. Dice que ha adquirido un libro con ese título, y pienso que tuvo que ser el de Ignacio Domènech, año 1912. También escribe sobre el culto de las flores. Reconoce que "los vegetarianos llevan una gran parte de razón, y su propaganda es conveniente, y debemos lamentar que, en España, no esté más extendida, no sea más activa, aunque ya ha empezado a tomar vuelo. Insisto, sin embargo, en que el vegetarismo que yo predicaría, es muy atenuado." Por ello solicita indulgencia para los pollitos con guisantes y el lenguado con salsa blanca (!) No me entrometo en este tema y me permito invitar a que acudan al último libro de Francisco Abad Alegría, Nuevas líneas maestras de la gastronomía y la culinaria españolas. Siglo XX, donde se encontrarán de principio con el capítulo que, bajo la entrada principal "Ideología en la cocina y gastronomía", versa sobre Vegetarianismo español del siglo XX; paradigma de cocina y gastronomía ideologizada. Verán cómo levanta la mirada mucho más allá del vegetarianismo como tal. Vale la pena.
Sobre la Condesa Pardo Bazán indicaré algo que iba a compartir, pero llegué tarde, hace unos días en Gastromimix relativo a que sus escritos de cocina hay que contextualizarlos bien, ya que en otro artículo donde justifica por qué introduce el tema culinario en la colección "Biblioteca de la Mujer" me crea algunos interrogantes en general, y más concretamente hasta qué punto hizo un trabajo original en la recolección de sus recetas. Un tema a tratar a fondo.
¡Ah, los vegetarianos! Disfrutaban tanto con sus dogmas, que, como cátaros en reclusión, no se daban cuenta del affaire de la vitamina B12, ni de las carencias de aminoácidos esenciales, ni siquiera del precio enorme que una alimentación vegetariana suponía para un obrero anarquista de la época de esplendor de las ideas regeneracionistas y naturistas. Ahora sabemos que un buen corderito, un lacho que dicen en tierras septentrionales, acompañado de generoso y fresco verde y alguna fécula discretamente dosificada, puede hacer de la vida un momento de gozo convivial. Y que en ello nos encuentre el discurrir del tiempo y la fraternidad de conversaciones enjundiosas, prolongadas y alejadas de Judas y sus árboles.
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